martes, 12 de febrero de 2008

Calvino y su caballero inexistente

Por el placer de compartirlo:



"Bajo las rojas murallas de París estaba formado el ejército de Francia. Carlomagno tenía que pasar revista a los paladines. Ya hacía más de tres horas que estaban allí. Era un mediodía caluroso, algo nublado, de comienzos del verano. En las armaduras se hervía como en ollas puestas a fuego lento. Podía haber ocurrido que alguien, en aquella inmóvil fila de caballeros, hubiese perdido los sentidos o se hubiese adormecido, pero la armadura los conservaba impertérritos sobre la silla, a todos por igual. De pronto, se oyeron tres toques de trompeta: las plumas de las cimeras se sobresaltaron en el aire quieto como sopladas por el viento (...) Carlomagno (...) reina y guerrea, guerrea y reina sin descanso. Parecía un poco envejecido desde la última vez que lo habían visto aquellos guerreros.

Detenía su caballo delante de cada oficial, volviéndose para mirarlo de arriba a abajo.

- ¿Quién sois, paladín de Francia?

- Salomón de Bretaña, Señor- respondía con toda su voz el soldado, alzando la visera y descubriendo el rostro acalorado; y agregaba alguna información práctica. como ser-: Cinco mil caballeros, tres mil quinientos infantes, misl ochocientos servicios, cinco años de campaña.

- ¡Abajo los bretones, paladín!- exclamaba Carlomagno y, toc-toc, toc-toc, se acercaba a otro jefe de tropa.

(...)

- ¿Y vos quién sois, paladín de Francia?- repetía siempre con la misma cadencia: "Tatá-tatatá-tatá, tatá-tatatá..."

(...)

Conocía a todos por los blasones que llevaban sobre el escudo, sin necesidad de que dijeran nada, pero era la costumbre que fueran ellos quienes revelaran su nombre y su rostro. Quizá porque de otro modo podría suceder que alguno, teniendo algo más interesante que hacer que tomar parte en la revista, mandara su armadura con otro adentro.

(...)

Anochecía. Los rostros ya no se distinguían muy bien. Cualquier palabra, cualquier gesto, era ya previsible. Así era todo en aquella guerra que había durado tantos años; cada encuentro, cada duelo, conducidos siempre según aquellas reglas, de modo que se supiera de hoy para mañana quién vencería y quién saldría derrotado, quién sería el héroe y quién el cobarde, a quién le tocaría quedar despanzurrado y quién saldría del paso con una desmontadura y un culazo en tierra. En la noche, a la luz de las antorchas, los herreros martillaban siempre las mismas abolladuras sobre las corazas.

- ¿Y vos?

El rey estaba frente a un caballero de armadura blanca; solo una fina banda negra la contorneaba; por lo demás, era alba, bien cuidada, sin un rasguño, bien terminada en todas las uniones. Sobre el yelmo se erguía un penacho de quién sabe qué raza de gallo oriental, variando su tonalidad con todos los colores del arco iris. (...)

- ¿Y vos allí, tan de punta en blanco...?- preguntó Carlomagno (...)

- Yo soy- la voz llegaba metálica desde el interior del yelmo cerrado, como si fuese no una garganta sino la misma lámina de la armadura la que vibrara, resonando con un leve eco- Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildiverni y de los Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Mediterránea y Fez.

- Aaah... -exclamó Carlomagno. (...) ¿Y por qué no alzáis la visera y mostráis vuestro rostro?

(...)

- Porque yo no existo, señor.

- Lo que faltaba- exclamó el emperador. ¡Ahora resulta que también tenemos en el ejército un caballero que no existe! Vamos, dejaos ver un poco.

Agilulfo se resistió un momento; después, con mano firme, pero lenta, alzó la visera. El yelmo estaba vacío. En la armadura blanca no había nadie.

- ¡Bueno, bueno...! ¡Cuántas cosas hay que ver!- dijo Carlomagno-. ¿Y cómo podéis prestar servicio si no estáis?

¡Con la fuerza de voluntad y la fe en nuestra santa causa!- repuso Agilulfo.



Ítalo Calvino, El caballero inexistente. Compañía General fabril Editora. Buenos Aires, 1960.

Traducción de Oscar Eduardo Bazán.

1 comentario:

SilviaS. dijo...

Qué grande, Silvi. ¡¡Gracias!!
Y qué grande Calvino.