martes, 24 de abril de 2007

De este lado, del otro lado

Me parece interesante compartir con ustedes este artículo publicado en el Suplemento Cultura de La Nación el domingo 22 de abril

De este lado, del otro lado

Este año, la fiesta de la cultura tiene como lema "Libros sin fronteras". El autor de Sefarad reflexiona en este artículo sobre la literatura como un camino que nos permite ir más allá de nuestro propio ser


La literatura es imaginarse o querer averiguar lo que está al otro lado: más allá del umbral de la habitación, detrás de la puerta entornada que nuestra mano empujará o de la puerta cerrada con una llave que tal vez nos estará prohibido buscar; al otro lado de un río, detrás de una silueta azul de montañas. La literatura es contar lo que hemos encontrado a lo largo del camino elegido e imaginar lo que habríamos podido encontrar si hubiéramos escogido el otro, "the road not taken", en la hermosa expresión del poeta Robert Frost, si nos hubiéramos quedado con la otra mujer ya quimérica del poema de Yeats. Lo que hay a este lado, lo que nos parece que somos sin incertidumbre, lo que tenemos, merece sin duda una atención cuidadosa. Pero es precisamente esa atención a lo familiar la que nos revela en él la presencia de lo desconocido, las fronteras invisibles del otro lado de las cosas.
Cuando hablo de literatura no me refiero sólo a literatura de ficción. Literatura es contar el mundo con palabras, contar lo que existe y lo que no podría nunca existir, lo que nos ha sucedido y lo que nos pudo suceder tan sólo si el azar hubiera introducido un cambio mínimo en la trama de la vida. Lo que ahora se divide tan crudamente en las listas de ventas entre ficción y no ficción -¿pero cómo puede nombrarse a algo por lo que no es?- responde a las mismas fronteras que Aristóteles estableció entre la Poesía y la Historia, sobre las que tan agudamente reflexionó Cervante s en un libro tan fronterizo como el Quijote . Nosotros llamamos ficción a lo que Cervantes, lector de Aristóteles, llamó poesía: el relato de las cosas no como realmente fueron sino como pudieron o debieron ser. La historia, la narración de lo real, a nosotros se nos ha vuelto mucho más amplia, en la medida en que el método científico ha dilatado el campo de nuestros conocimientos y nos ha permitido conocer algunas de las leyes de la naturaleza. Por los mismos años en que Cervantes empezaba a conocer el éxito de su novela (que tristemente nunca lo sacó de pobre) y planeaba con cierta pereza la segunda parte, Galileo miraba por primera vez los cráteres de la Luna y las lunas de Júpiter gracias a la lente de su telescopio, y al mismo tiempo que inventaba el método experimental registraba sus descubrimientos con una escritura tan clara y tan bella que sería injusto no calificarla de literatura, y hasta de poesía. Dice Milan Kundera que Cervantes descorrió por primera vez el velo que impedía a la literatura mirar las cosas tal como son, y que al hacerlo inventó la novela, que es tal vez el arte más mestizo, el que aprovecha por igual lo cierto y lo inventado, y así rompe para siempre el velo de la idealización, traspasa la frontera entre lo posible y lo imposible. Pero es un velo semejante el que traspasa Galileo con su telescopio, una frontera igual de rigurosa la que rompe Robert Hooke mirando inversamente por un telescopio y descubriendo en él los reinos fantásticos y los animales increíbles contenidos en una gota de agua.
Si hay una frontera que conviene abolir cuanto antes, es la que al identificar literatura con ficción deja al otro lado y como en tierra de nadie ámbitos enteros de la expresión escrita. ¿Hay en el siglo XVIII prosas más resplandecientes que las de Gibbon o Buffon, siendo uno historiador y naturalista el otro? Decía el gran Cyrill Connolly que a él le convenía siempre escribir en las horas más luminosas de la mañana, para que la claridad del sol corrigiera su tendencia irlande sa o celta a los excesos de bruma. De un modo semejante, a los lectores de la literatura del siglo XIX nos conviene compensar las sombras dramáticas del melodrama gótico y de los folletines tremendos de Charles Dickens con la escritura sobria, precisa y no menos arrebatadora de Darwin. El diario del viaje del Beagle, The Origin of Species , The Descent of Man , por no hablar de la Autobiografía , contienen algunas de las historias mejor contadas de la lengua inglesa. El novelista mira con avaricia la realidad exterior o la propia memoria y mientras va contando inventa lo que vio: el naturalista, el historiador, el científico, el reportero de talento tienen la misma entrega a su relato, pero además de poner en él los cinco sentidos saben que han de mantenerse fieles al severo principio aristotélico de contar las cosas como son. Pero además el novelista es un parásito que se apodera también del lenguaje de lo real para fingirse cronista cuando está siendo un embustero, igual que se apodera de los lenguajes de la poesía o del periodismo y los parodia y los convierte en otra cosa, y al hacer borrosas y equívocas las fronteras entre la realidad y la ficción nos fuerza a agudizar la mirada para distinguir más claramente entre ellas, igual que un artista barroco al pintar un trompe l oeil , un trampantojo como se decía bellamente en español. El otro lado siempre está tentándonos. Por eso don Quijote, personaje de una novela, lee una novela titulada don Quijote, y Charles Darwin se adiestra en las artes narrativas de la ficción y hasta de los relatos de aventuras para esbozar una teoría que va a trastornar el mundo, y Arthur Conan Doyle imita en sus historias policiales el estilo de la ciencia experimental. Por eso Borges convierte en protagonista de un hallazgo tan improbable como el del Aleph a un narrador en primera persona que se llama Borges, y James Joyce cuenta exasperadamente todo lo que le sucede a un solo hombre en un solo día, un día en el que en apariencia no ocurre nada e n particular.
Curiosidad y extrañeza: la literatura es deseo de conocimiento, y también recelo o sospecha hacia lo que se da por ya sabido. Pero nada puede darse de verdad por supuesto. Uno de los poemas que yo leo más veces y nunca se me agota es el que William Carlos William dedicó a un carrito de mano rojo mojado por la lluvia. Tiene sólo ocho versos, algo más de veinte sílabas inglesas, pero en esa brevedad se contiene exacta una presencia a la vez vulgar y memorable. Tu misma cara, que conoces de memoria, se vuelve la de un desconocido cuando la descubres por sorpresa en el espejo inesperado de un escaparate. No es una cara nueva, sino la cara verdadera, la que no te dejaban ver esas escamas que según Marcel Proust la costumbre nos pone delante de los ojos. Interrumpes las vacaciones de verano a causa de una emergencia y regresas por un día o por unas horas a la casa cerrada y desierta a la que no deberías volver hasta final de agosto: el sonido de la llave y el de la puerta al abrirse no son ahora los mismos porque interrumpen un silencio muy largo, y la penumbra de las habitaciones con las cortinas echadas parece sugerir el espacio de otra vida que no es la tuya. Sorprendes en las cosas más habituales una indiferencia casi dolorosa, porque han permanecido intactas e idénticas sin ti, y ahora parecen refractarias a tu llegada, como un perro que no se levanta para salir corriendo a recibirte.
El otro lado está en este lado. Ni el amor más intenso, el más fanático, el más correspondido, te permitirá saber qué hay ahora mismo en el pensamiento de la persona que te sonríe y entorna los ojos un poco antes de besarte. Por mucha ternura y cuidado que reciba el enfermo, está solo en el mundo con su dolor, y la punzada del dolor es más poderosa que la ternura y pesa más que el mundo entero. A cada paso que das pisas una frontera invisible. El mundo que hay a tu espalda y que tú no ves es un enorme país extranjero. El otro lado está dentro de uno mismo, en esos lugares y rostros que la conciencia hab ía olvidado y que emergen con una claridad exacta en los sueños, sin que sepamos qué marea nos los ha devuelto, qué voluntad los ha salvado de perderse en el tiempo. El otro lado empieza a unos centímetros de la piel, al final de esa frontera que W. H. Auden sitúa "some thirty inches from my nose". En el mundo anglosajón, es una frontera más arriesgada de traspasar que la del río Grande, y cuando un desconocido roza por casualidad a otro se produce un espasmo retráctil, como de defensa contra una amenaza, igual que cuando unos ojos se detienen por más de unas décimas de segundo en otros. Quien más siente esa frontera tan próxima es el extranjero, el que se encuentra solo en el país y en la lengua, porque entonces todo lo que hay a su alrededor es el otro lado, y según él se mueven las personas y las cosas se apartan para que él no las roce, y las palabras se extinguen antes de que él las comprenda. El otro lado es el vagón del metro, la calle, la ciudad, el país entero: esa frontera no se abre con pasaportes ni visados, ni tiene puntos débiles por los que se pueda deslizar el emigrante clandestino. Está llena de carteles amenazadores: "No tresspassing", "Prohibido asomarse al exterior", "E pericoloso sporgersi", "Halt", "Stop". Carteles invisibles, alambradas de pinchos que no desgarran la piel, torres de vigilancia con reflectores que no ciegan los ojos y que sin embargo transmiten una aterradora sensación de peligro.
A un lado están los admitidos, los legítimos, los que tienen los papeles en orden, los que no deben temer nada de un registro ni ponerse nerviosos ante la mirada insistente de un policía de fronteras: del otro lado están todos los demás; el que lleva un pasaporte sospechoso; el que tiene miedo de que le abran la maleta; el que al aproximarse al puesto de control siente que va volviéndose culpable de algo, aunque no haya hecho nada, y al sentir eso ya mira como un sospechoso, y atrae la atención del que tendrá la potestad de expulsarlo.
Lo que casi nadie piensa es que este lado pued e convertirse muy fácilmente en el otro lado: que el país al que uno creía pertenecer lo expulse o lo persiga o simplemente deje de existir, convirtiendo en apátridas a sus antiguos ciudadanos; que el guarda de frontera puede cualquier día encontrarse temblando delante de un puesto fronterizo en el que su uniforme y sus credenciales no sirven de nada; que a uno mismo, por diversas razones, se le quiebre la identidad en la que tanto confiaba y se encuentre perdido, extranjero, a merced de otros, expulsado en el otro lado, donde nadie lo conoce, donde nadie habla su lengua ni admite su cercanía y menos aún el roce de su piel porque es más oscura o porque es más pálida. Franz Kafka, que sabía tanto de fronteras y de extranjería, inventó la fábula del hombre que llega junto a la puerta de la ley y no puede cruzarla porque un guardián se lo impide. Pasa el tiempo, le llega el momento de morir, y sólo entonces le pregunta al guardián cómo es que a lo largo de los años nadie más se ha acercado a esa puerta. El motivo, le explica el guardián, es que esa puerta estaba reservada sólo para él.
La literatura nos ayuda a saber que este lado es también el otro lado: que el sufrimiento o la verdad del otro pueden ser los tuyos. La literatura alimenta nuestra rebeldía al sugerirnos la queja de Rimbaud, de que la vida está en otra parte, pero también nos enseña la otra verdad simétrica, que hay otros mundos pero están en éste. En el fondo, lo que hacen siempre los libros es ofrecernos el telescopio de Galileo y el microscopio de Robert Hooke, la invitación al viaje de Baudelaire y la advertencia de Pascal de que todos los infortunios le sobrevienen a un hombre por no saber quedarse solo en una habitación, la locura atolondrada de don Quijote y la lucidez triste y vencida de Alonso Quijano, el sosiego del señor de Montaigne rodeado de libros en la soledad apacible de su torre y la voluntad de huir de Huckleberry Finn o de Robert Louis Stevenson. El primer relato en prosa de nuestra cultura europea es el cuento del largo v iaje del griego Herodoto más allá de las fronteras de lo conocido, y no es casual que de él proceda el uso de la palabra Historia. La actitud de Herodoto es la misma que dos mil quinientos años después nos inspiran los libros: ganas de descubrir lo que no sabemos, de averiguar historias y chismes de gente desconocida, de escuchar los cuentos más o menos fantásticos que quieran contarnos los viajeros que se crucen con nosotros. Es la actitud de los viajeros de las Mil y una noches , la de los peregrinos de Chaucer, la de los socios del inmortal club Pickwick, la de los marinos que se reúnen en algún puerto de Oriente o una barcaza del Támesis, las historias que cuenta el Marlow de Joseph Conrad.
Hay personas muy desagradables muy aficionadas a la literatura, y gente de corazón de pedernal para sus semejantes de carne y hueso que se conmueve hasta las lágrimas leyendo los padecimientos de personajes inventados, igual que hay canallas con una extrema sensibilidad para la música. No obstante, yo no creo que amara tanto los libros si no estuviera convencido de que hay en los mejores de ellos un poderoso elemento civilizador. La literatura, la de ficción y la otra, nos enseña la verdad doble y paradójica de que no hay experiencia que no sea única, y que al mismo tiempo no sea profundamente inteligible para casi cualquiera. Si yo me reconozco en el dolor de Héctor al separarse de su esposa y su hijo o en el placer absorto con que Mrs. Dalloway se deja llevar por la corriente callejera de Londres, si se me contagia la curiosidad de Darwin por un escarabajo y la del narrador de Marcel Proust por los invitados a una fiesta de la duquesa de Germantes, ¿cómo me voy a creer que otro hombre es mi enemigo porque habla otro idioma o vive al otro lado de una frontera? La literatura, al crear una fraternidad íntima y anchurosa entre escritores y lectores, prefigura la necesaria fraternidad civil sin la cual no es habitable el mundo.
Por Antonio Muñoz Molina Para LA NACION

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